jueves, 10 de noviembre de 2016

LA INOLVIDABLE PRINCESA DIANA..




La triste vida de Diana de Gales




Es una de las damas que junto a Carolina de Mónaco y Michelle Obama, siempre seguia y admiraba. Más que su status real y su belleza angelical, su humildad y sencilléz fué la que la engrandecio más aún, cuando era capáz hasta de romper  el protocolo que la realeza le exigía.

Caracterizada como una mujer de un indefinible sensibilidad y calidad humana, el aroma inmortal de la pricesa Diana vivirá en el corazón de todos los siempre estuvimos pendiente de cada paso que dió en su vida hasta su trágica muerte.


Este es un artículo que publicó la 

revista Vanity Fair  donde habla de toda la 

tristeza en la que se vio envuelta esta 

inolvidable mujer donde su vida estuvo 

notablemente marcada por los veranos.



Leamos.... 

Nació en verano, se casó en verano y murió en verano. 

Repasamos los estíos que marcaron la vida de Diana: 

de su boda triste a su final trágico  del que ya han 

pasado  19 años.



Los veranos de la princesa de Gales marcaron 

su vida, incluso su muerte, como un 

reloj. Eso sí, el reloj de un cuento de 

brujas que señala los minutos que 

faltaban para la catástrofe.





Diana Frances Spencer nació en verano, el 

1 de julio de 1961, en Norfolk, Inglaterra.

 Se supone que esa debería haber sido una

 buena noticia, pero no lo fue tanto para su

 padre, Edward John Spencer, que esperaba un 

varón. Después de concebir dos chicas (y un 

niño que murió al poco de nacer), el deseo 

de Spencer era tan fervoroso que ni siquiera 

había pensado un nombre femenino.

Diana creció atormentada por la culpa de no 

ser lo que sus padres deseaban. Y su madre 

se sometió a agotadoras pruebas médicas para 

encontrar la causa de su “problema”. Cuando 

los Spencer tuvieron un niño, ya era tarde. 

En otro verano, el de 1966, la madre de 

Diana conoció a un caballero que se

 convertiría en su amante. El verano

 siguiente se divorció.







La desgracia más notable en la vida de Diana

 se llamó Carlos. Y, cómo no, empezó otro 

verano. En realidad, al príncipe de Gales le 

gustaba la hermana de Diana, Sarah. Salieron 

juntos una temporada, pero su falta de 

iniciativa sexual siempre molestó a la 

joven. 



Y a él tampoco le agradaba la soltura con 

que ella se despachaba en la prensa. En una 

entrevista con Woman’s Own, Sarah confesó un 

problema con el alcohol y una expulsión del 

colegio. Admitió que era anoréxica y muy 

aficionada a los muchachos. Acusó al

 príncipe de ser bastante lento en el 

cortejo. Describió su relación con él como

 “de hermanos”. Y anunció que, si él la pedía

 en matrimonio, ella se negaría. De hecho, 

después de semejante entrevista, esa no era 

una posibilidad. Con los años, el padre de 

Diana empezaría a salir con Raine Legge, 

condesa de Dartmouth, mujer atractiva –y 

casada– a la que los niños Spencer 

detestaban. El conde se casó con ella, pero 

no invitó a la boda a sus hijos. Ni siquiera 

les informó. Se enteraron por el periódico.






La ceremonia se celebró en 1976, por 

supuesto en verano. Los británicos son muy 

rigurosos en cuanto a fechas y temporadas 

para la caza o las festividades. Y desde el 

principio, los veranos de Lady Di fueron la 

estación oficial de los desastres.

En julio de 1980, Carlos y Diana 

coincidieron en casa de un amigo común. 

Ella le habló de la tristeza que percibía 

en él. Él, conmovido, trató de besarla. 

Con cierta brusquedad, según sus biógrafos. 

Diana no aceptó el intempestivo beso ni la 

subsiguiente invitación para regresar juntos 

a Londres. Pero no pudo negarse a una semana 

navegando en el yate real. Como ella era 

virgen, y él ya estaba enamorado de Camilla 

Parker Bowles, el resto del verano estuvo 

salpicado de castos e inocentes 

jueguecillos. Al fin, en septiembre, el 

príncipe invitó a Diana a Balmoral, la 

residencia de descanso de los Windsor en 

Escocia. Era la hora del examen de la 

familia real, una rigurosa prueba que, 

lamentablemente, Diana aprobaría.
El 29 de julio de 1981, a las 5:00 AM, 

Diana Spencer despertó en Clarence House, 

la residencia londinense de la reina madre 

de Inglaterra. Había vomitado toda la noche 

y se sentía “como un cordero entrando al 

matadero”. Estaba lista para convertirse en 

princesa de Gales.




Horas después, cuando salió a bordo de una 

carroza del brazo de su padre, llevaba un 

vestido de novia de seda vaporosa, un lazo 

bordado con perlas y un velo de nueve metros 

de longitud. Con su aspecto de pureza 

quinceañera y su inquebrantable fe en el 

reino, Diana era perfecta para el papel.

3.500 invitados acudieron a la catedral de 

St. Paul. La inexpresiva reina Isabel logró 

sonreír, quizá por única vez, con ternura. 

Pero la verdadera euforia esperaba a los 

novios fuera del templo. Dos millones de 

asistentes siguieron por las calles a la 

carroza de los recién casados. 


El dispositivo de seguridad contaba con 

5.000 policías. Para que nada afeara el 

momento, los caballos de la escolta habían 

recibido un alimento especial que los hacía 

defecar heces del mismo color que el 

asfalto.



Las 750 millones de telespectadores que 

siguieron el evento no vieron ningún 

excremento. Solo la luminosa felicidad de 

la nueva princesa.





Más adelante, Diana le confesaría al

periodista Andrew Morton: “Estaba tan 

enamorada de mi marido que apenas podía 

dejar de mirarlo. Me creía la chica más 

afortunada del mundo”. Pero lo cierto es que

 Carlos no era un gran apoyo. Ni él ni ningún

 otro miembro de la familia real habían 

tenido un gesto de atención ante la 

desmedida presión mediática que sufría 

Diana y que estaba desquiciando sus nervios. 

Para los Windsor, era parte de su nuevo 

trabajo. Ya se acostumbraría.

Resultó que Diana lo hacía mucho mejor 

que ellos. Era dueña de un carisma natural. 

A pesar de su pánico durante la boda, supo

 mantener el tipo en todo momento. Y a

 partir de ese día, su popularidad sería

siempre mucho mayor que la de su soso y

 distante marido. Pero nadie se lo reconocía.

 Nadie en su nuevo entorno era capaz siquiera

 de tener una relación cálida con ella. Y

 Carlos menos que nadie.




La noche de bodas no sirvió para mejorar las

 cosas. Sobre la chimenea de su dormitorio —

el mismo en el que la reina había pasado su 

noche de bodas— colgaba una pintura francesa 

del siglo XVIII con una leyenda 

descorazonadora: “Consideración, ternura, 

cariño, todo termina en este día. Pronto 

Hymen huirá llevándose el amor y la 

alegría”. 



Hymen es el dios griego del matrimonio. 

En castellano resulta un nombre muy apropiado

 para describir la situación de aquella noche

 que, con el tiempo, la propia Diana 

contaría así: “Yo había leído todo aquello 

sobre el arrebato de la pasión y la tierra 

temblando, pero no fue así. Apenas duró un

instante. Me quedé ahí, pensando: ‘¿Era eso? 

¿De eso se trataba aquello de lo que todo el 

mundo habla? Adentro, afuera y a dormir...”. 

En defensa de Carlos, cabe señalar que 

tampoco quedó muy impresionado por las 

habilidades de su consorte. La inexperiencia 

y la bulimia no producen grandes amantes.


Aún les quedaba la luna de miel. Diana 

albergaba la esperanza de que un paseo por 

el Mediterráneo a bordo del yate real 

Britannia relajaría los ánimos. Pero a 

bordo de aquel barco la espontaneidad era 

indeseable y la intimidad, imposible. Las 

cubiertas de teca del Britannia eran 

majestuosas y la pasarela real jamás 

superaba los 12 grados de inclinación. La 

plata siempre estaba pulida y las flores, 

frescas. Aunque contaba con casi trescientos 

tripulantes, las labores del personal 

alrededor de la pareja real se debían 

realizar en silencio sepulcral y antes de la 

ocho de la mañana. Llevaban suelas especiales

para no hacer ruido al andar y, de toparse 

con un miembro de la pareja, debían ponerse 

firmes y mirar al frente hasta que pasaran.



“Relajante” no es la palabra. Además, el 

viaje puso de relieve lo diferentes, acaso 

incompatibles, que eran los príncipes de 

Gales. Carlos se pasaba el día leyendo 

libros del filósofo y amigo sir Laurens van 

der Post, que sería después padrino del 

príncipe Guillermo. Su idea de la diversión 

en cada almuerzo era analizarlos uno a uno

La princesa, en cambio, bajaba a divertirse 

con los marineros, tocando el piano o 

charlando. Ella quería vacaciones de la 

vida pública, pero cada vez que paraban en 

un lugar, eran recibidos con honores de 

estado. Diana exigía abiertas 

manifestaciones de cariño. Carlos estaba 

incapacitado para darlas. Y lo del sexo, 

según aseguró ella misma a su biógrafo, 

tampoco se arregló.

Durante ese viaje, la princesa continuó 

vomitando. Y llorando a escondidas. Y 

llevándose sorpresas desagradables, como la 

foto de Camilla Parker Bowles que se deslizó 

del diario de su esposo. O la peor de todas: 

los gemelos, que Carlos llevaba puestos 

durante una recepción, que representaban dos 

letras C amorosamente entrelazadas. Habían 

sido un desafiante regalo de su amante.






DESILUSIÓN EN MARIVENT



La pesadilla veraniega de Lady Di tenía un 

escenario glorioso: Balmoral. Adquirido por 

la reina Victoria a mediados del siglo XIX, 

el castillo de Balmoral está situado en 

medio del imponente paisaje de las Highlands 

escocesas, y sus jardines son objeto de 

admiración en todo el mundo. Al principio, 

Diana lo consideraba su lugar favorito. Pero 

no conocía bien a su familia política.
Según Martin Gitlin, biógrafo de la princesa,

 la familia real tenía normas rigurosas: era 

obligatorio asistir a todas las comidas para 

escuchar conversaciones aburridas sobre 

gente muerta y canciones antiguas. Después, 

los caballeros se encerraban a fumar y las 

damas desaparecían de su vista. 


Para escándalo general, Diana no andaba

 sobrada de modales reales. Ni siquiera 

había crecido en una familia que se reuniera 

cada tarde para cenar. Sus ausencias en la 

mesa fueron interpretadas como un desplante, 

y amargaron mucho su relación con la reina.

El contraste entre su miserable vida privada 

y su esplendorosa vida pública convirtió a 

Lady Di en la primera profesional de la 

imagen personal. Ejemplo de su talento son 

las fotos de sus veranos españoles junto a 

los Borbón, en el palacio mallorquín de 

Marivent. Se suele creer que Diana escogió 

pasar las vacaciones en España para escapar 

del aburrimiento de Balmoral. Al contrario, 

la idea fue de Carlos, por su aprecio al rey 

de España. Y fue una mala idea. El verano de 

1986 se convirtió en el velatorio de su 

relación.

Nada más llegar a la isla, el 7 de agosto, 

Diana y Carlos, junto a sus dos hijos, se 

embarcaron en el Fortuna, yate de la Corona 

española, para seguir la Copa del Rey de 

vela. Y ese domingo, para aplacar a los 

periodistas que se amontonaban a su paso, 

don Juan Carlos organizó una sesión de fotos 

en Marivent. De esas escapadas provienen las 

instantáneas que documentan el viaje. 






Muestran a una Diana radiante que disfruta 

del mar junto a su familia. La verdad es que 

ella y Carlos llevaron agendas separadas: él 

pintaba acuarelas en Valldemossa mientras 

ella tomaba el sol en las playas del sur. En 

algunas fotos, el rey Juan Carlos parece 

observar embelesado a una coqueta princesa 

de Gales.

Llegaron a correr rumores sobre un affaire 

entre ambos. Una biografía de Lady Di 

firmada por Lady Colin Campbell destacaba 

que, en Mallorca, la princesa convirtió a 

don Juan Carlos en su confidente. Otra 

biografía, la de José Martí Gómez, afirma 

que en Marivent descubrió “la libertad”, e 

incluso quiso comprar una casa en la isla.

En realidad, según el periodista Andrew 

Morton, amigo de Diana y autor de una 

larguísima entrevista convertida en 

biografía, ella no soportaba a don Juan 

Carlos, a quien consideraba demasiado 

playboy para su gusto. “El primer viaje a 

Mallorca —le contó Diana— lo pasé entero con 

la cabeza en el water. Lo detesté.







Todos estaban obesionados con que Carlos era 

la criatura más maravillosa del mundo. ¿Y 

quién es la chica que viene con él? Yo sabía 

que llevaba dentro algo que no les dejaba 

ver, y que no sabía usar, no sabía 

enseñarles. Me sentí incomodísima”.
La adoración de Carlos por su madre los 

separó aún más. Diana siempre se sintió 

postergada por su esposo en favor de Isabel 

II. E incluso en la distancia continuaba 

siendo así. Cinco días después de su 

llegada, el diario El País se extrañaba por 

el repentino regreso de Carlos a Inglaterra.






El periódico sospechaba que se debía a un 

exámen médico de la reina, aunque admitía 

que la señora se encontraba perfectamente. A 

continuación, la noticia señalaba que, de 

todos modos, Diana y sus hijos permanecerían 

en Marivent. El titular rezaba: “Lady Di, 

enamorada de Mallorca”. Se equivocaba. La 

princesa no se quedaba por amor, sino todo 

lo contrario.

El año siguiente, Diana había dado un paso 

más en la separación entre su vida privada y 

la pública. Mientras continuaba cumpliendo 

sus funciones frente a las cámaras, su 

relación íntima con el capitán de caballería 

James Hewitt se hacía cada vez más profunda 

difícil de esconder. Las vacaciones 

volvieron a ser en Mallorca, y volvieron a 

ser tirantes. Pero, esta vez, Diana estaba 

resuelta a encontrar una solución. 






En Marivent citó a su jefe de seguridad, Ken 

Wharfe, y le notificó oficialmente que tenía 

un amante, para que tomase las debidas 

precauciones. Más allá de su lealtad a la 

corona, Wharfe comprendió la situación. Lo 

consideró “un polvo de protesta”.


España aún marcaría un hito más en la 

relación entre Diana y los medios. En 1994, 

el fotógrafo Diego Arrabal consiguió 

fotografiarla en top less en un hotel de 

Málaga. Una publicación española pagó 1,2 

millones de euros por esas fotos. Pero nunca 

las publicó. Según el fotógrafo, la revista 

las canjeó a cambio del apoyo de Diana a su 

edición inglesa. Fue la máxima expresión de 

poder de Diana, cuando con una llamada fue 

capaz de hacer tirar a la basura más de un 

millón de euros. Un poder tan peligroso que 

terminaría por costarle la vida.



EN BRAZOS DEL ‘PLAYBOY’


Dodi Al Fayed se parecía a Carlos, al menos 

en su relación paterno-filial. Según destaca 

Tina Brown en su libro 'The Diana 

Chronicles', al igual que el príncipe, Dodi 

era un niño mimado, criado por un padre 

ausente y millonario que complacía todos sus 

caprichos, pero no todas sus necesidades 

emocionales. Fue el duque de Edimburgo quien 

casi ordenó a Carlos que cortejase a una 

joven Diana. Y fue el comerciante egipcio 

Mohamed Al Fayed quien, 16 años después, lo 

hizo con su hijo.





La diferencia estaba en quiénes eran esos 

padres. El duque de Edimburgo tenía sangre 

azul por la dinastía de Schleswig-Holstein-

Sonderburg-Glücksburg. El cuento de hadas 

era una obligación impuesta por siglos de 

tradición. En cambio, Mohamed era un 

arribista en el sentido clásico. Obsesionado 

con la realeza, se abría paso hacia ella a 

golpe de chequera. Había comprado la tienda 

de los aristócratas, Harrod’s, el hotel de 

los aristócratas, el Ritz de París, y lo más 

extravagante, la residencia del Bois de 

Boulogne que habían ocupado Wallis Simpson y 

Eduardo VIII, el rey que abdicó por amor. 

Para Al Fayed, el cuento de hadas era otra 

exclusiva mercancía. Él era la versión 

McDonalds del duque de Edimburgo. Para 

Diana, el verano de 1997 fue un remake (de 

menos presupuesto) de su superproducción 

de 1981.
Dodi Al Fayed, excocainómano, jet setter a

 tiempo completo y party animal por 

vocación, estaba listo para casarse con la 

modelo Kelly Fisher. Tan listo que le había 

comprado un anillo de zafiros y diamantes de 

118.000 libras cuando las libras valían el 

doble que los dólares y los euros no 

existían. Tan listo que tenían fecha de boda 

el 9 de agosto. Pero tan sólo un mes antes, 

un meteorito escindido del planeta Windsor 

se estrelló contra sus planes.




El 14 de julio, siempre según Tina Brown,

 Mohamed convocó a su hijo a reunirse con él 

en París. Había invitado a Lady Di a pasar 

unos días de descanso en su yate, el 

Jonikal. Con sus 63,5 metros de eslora, era 

uno de los más largos del mundo. Mohamed 

acababa de comprarlo y ahora correspondía a 

Dodi seducir a Diana y amortizarlo. En 

cuanto a su novia, Kelly Fisher... Bueno, 

¿quién cuernos era Kelly Fisher?


En un principio, Diana aceptó la invitación

 por falta de opciones. El verano se 

extendía ante ella como un desierto. Según 

el acuerdo de custodia, sus hijos pasaban 

las vacaciones en Balmoral con su familia 

paterna, el último lugar donde ella quería 

alojarse. Su amante de los últimos dos años, 

el cirujano pakistaní Hasnat Kahn, acababa 

de dejar claro que no pensaba hacer pública 

su relación. Diana no tenía con quién estar.






Y quedarse en casa era imposible, porque su 

casa era el Palacio de Kensington. La había 

redecorado tras su divorcio y, según el 

biógrafo Martin Gitlin, se respiraba una 

atmósfera más alegre, con flores y música 

clásica. Las pinturas y ornamentos militares 

habían sido reemplazados por paisajes, y las 

mucamas y el mayordomo recibían a los 

visitantes con menos solemnidad. Aún así, 

estaba lleno de recuerdos y vacío de amigos.




Tampoco había mucha gente dispuesta a

 invitarla a su casa. No llegaba sola, sino 

con la estela de un ejército de paparazzi. Y 

por miedo a ser espiada, ella prescindía de 

cualquier escolta real. Por lo tanto, sus 

anfitriones debían contratar una guardia de 

seguridad contra los teleobjetivos, 

protegiendo las ventanas, los basureros, a 

los vecinos y a los parientes. Por rico que 

uno sea, es demasiado. Al Fayed y su hijo —

con dispositivos de seguridad a la altura de 

jefes de Estado—eran de los pocos que podían 

hacer frente a la situación. Y dado que Lady 

Di encarnaba su sueño aristocrático, estaban 

dispuestos a disfrutar de ella.


Pero en los primeros días del paseo, Dodi 

se convirtió en algo más. No un amigo ni un 

novio. Una venganza. Camilla Parker Bowles 

cumple años el 17 de julio y ese año Carlos 

lo celebró tan públicamente como era 

posible, precisamente en Highgrove, 

Gloucestershire, su antiguo hogar familiar.







La fiesta era un símbolo de la victoria de 

su archienemiga. Diana estaba dolida. Dodi, 

por su parte, era atento, no escatimaba en 

detalles caros y, sobre todo, resultaba lo 

suficientemente egipcio, plebeyo y 

advenedizo como para irritar de verdad a los 

Windsor. La Lady Di que subió al Jonikal se 

parecía a la del yate Britannia, pero la 

inocencia había desaparecido: ahora era la 

mujer más famosa del mundo, y sabía utilizar 

los recursos de la prensa. Se aseguró de que 

le realizasen varias fotos a bordo del 

barco, acompañada por un Dodi de torso 

desnudo. Cuando aparecieron en la prensa, 

llamó personalmente al fotógrafo, no para 

quejarse por la invasión de su intimidad, 

sino para preguntar por qué habían quedado 

borrosas.


El egipcio, por su parte, compartía con ella

 cierto sentido escénico de la situación. El 

último día de su vida, durante una de sus 

huidas de los paparazzi, llevó a la princesa 

a la residencia del Bois de Boulogne, la de 

Wallis Simpson y Eduardo VIII. Aquel 

monumento a la lucha entre el amor y las 

obligaciones reales resultaba, dadas las 

circunstancias, el refugio más retorcido. 

Dodi y Diana tenían un objetivo común: los 

dos querían que el mundo los viera.




La última noche, la pareja hizo una verdadera

 gira. Del Ritz al apartamento de Dodi. De 

ahí a un bistrot, con inesperado cambio de 

ruta de vuelta al Ritz. Del restaurante del 

hotel a la suite imperial. Regreso al 

apartamento. Siempre seguidos por una nube 

de fotógrafos en ruidosas motocicletas. 

Los guardaespaldas estaban enloquecidos 

¿Por qué no cenaron en casa? ¿O en el hotel,

 que era de Dodi? Porque las cámaras no eran

 un estorbo. Eran el objetivo.


Semanas antes, Diana había preparado las 

instantáneas del yate para lastimar a Carlos 

y Camillia. Ahora, Dodi tenía preparada toda 

una sesión de fotos. Había contratado a un 

publicista e iba filtrando sus paradas 

para que la prensa pudiese seguirlos. En su 

cultura familiar, esas imágenes eran tan 

valiosas como el propio Ritz. O como la casa 

en el Bois de Boulogne. Al final, su única 

utilidad fue defender una teoría de la 

conspiración: la familia Al Fayed siempre ha 

sostenido que su hijo y la princesa fueron 

asesinados porque la familia real no podía 

permitir que se casase con un egipcio.





Hoy en día, en Harrod’s, donde una copa de 

vino cuesta 17 euros, un altar recuerda a la

 pareja. Velas, champán y una fuente 

constituyen el homenaje, junto al supuesto 

anillo de bodas que Dodi compró para Diana.

 Pero no resulta verosímil que ese anillo

 fuese de compromiso: costó 110.000 libras

 menos que el que Dodi había comprado para

 Kelly Fisher ¿Y quién cuernos era Kelly

 Fisher? 




No hay comentarios:

Publicar un comentario

MUJERES DE 40 Y MÁS...

La mágia de la madurez Una revista británica ha realizado una e...